Se cuenta de un concurso de arte en que el tema que se dio fue la “paz”. El artista que mostrara más eficazmente la paz en su obra ganaría la competencia.
Los artistas reunieron sus pinturas, lienzos y pinceles y comenzaron a crear sus obras maestras. Cuando llegó el momento de juzgar las obras de arte, los jueces quedaron impresionados por las diversas escenas de tranquilidad ilustradas por los artistas.
Había una pieza majestuosa que captaba el brillo del sol sobre un verde lozano, una que representaba un sereno paisaje de colinas iluminadas por la luna y otra pieza evocadora que mostraba a un hombre solitario caminando tranquilamente a través de un rústico campo de arroz.
Entonces los jueces llegaron a una pieza peculiar que parecía casi horripilante y quizá incluso fea para algunos. Era la antítesis de todas las otras que habían visto. Era una antítesis salvaje de colores violentos y la agresión con la que el artista había azotado su pincel contra el lienzo era evidente.
Mostraba una tormenta donde las olas del mar estaban hinchadas a alturas amenazantes y golpeando contra los bordes de un acantilado escarpado con fuerza atronadora. Rayos zigzagueaban a través del cielo ennegrecido y las ramas del único árbol que estaba en lo alto del peñasco estaban barridas todas hacia un lado por la fuerza del vendaval.
Ahora, ¿cómo podría esta imagen ser la conclusión de la paz?
Sin embargo, los jueces dieron el primer premio por unanimidad al artista que pintó la tormenta tumultuosa. Si bien los resultados inicialmente parecían ser espantosos, de inmediato la decisión de los jueces se evidenciaba una vez que uno le daba un vistazo más de cerca al lienzo.
Escondida en una grieta del acantilado había una familia de águilas cómodamente en su nido. El águila madre se enfrentaba a los vientos que soplaban con furia, pero sus polluelos jóvenes estaban ajenos a la tormenta y durmiendo bajo el refugio de sus alas.
¡Ese es el tipo de paz que Jesús nos da a ti y a mí! Solamente Él puede saber lo que estás sintiendo en tu interior y convertir esa crisis en paz. Él nos da paz, seguridad, abrigo y protección, incluso en medio de la tormenta.
El salmista lo describe bellamente: “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente… Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro…”
No hay lugar más seguro que bajo el amparo protector de las alas de tu Salvador. No importa qué circunstancias furiosas puedan estar rodeándote.
Puedes clamar al Señor por su favor inmerecido, como lo hizo David: “Ten misericordia de mí, oh Dios, ten misericordia de mí; porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me ampararé hasta que pasen los quebrantos”.
Qué bendita garantía con la que contamos hoy, sabiendo que aunque la destrucción ruge a nuestro alrededor, podemos tener refugio bajo el amparo de nuestro Señor.
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